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martes, 28 de marzo de 2023

Evangeliz-Arte





 Evangeliz-Arte

 

 

"El camino de la evangelización es la vía de la belleza y, por tanto, toda forma de belleza es fuente de la catequesis".

(Directorio para la catequesis 109)

"Las imágenes del arte cristiano, cuando son auténticas, a través de una percepción sensible, sugieren que el Señor está vivo, presente y operante en la Iglesia y en la historia. Son, por tanto, un verdadero lenguaje de la fe." (DC 209)

"Ese repertorio iconográfico, a pesar de la gran y legítima variedad de estilos, fue en el primer milenio un tesoro común de la Iglesia indivisa y desempeñó un papel importante en la evangelización, porque, mediante la mediación de los símbolos universales, tocó los deseos y afectos más profundos que son capaces de llevar a cabo una transformación interior."

(DC209)

 

EL CRISTO DE SAN DAMIÁN



Un evangelio iconográfico digno de destacar es el crucifijo de San Damián, un icono que pintado poco después del 1100. Obra de un artista desconocido del valle de la Umbría, se inspira en el estilo románico y en la iconografía oriental. Quiere hacer visible lo invisible. Quiere adentrarnos, en el misterio de Dios. 

   Es el crucifijo más difundido del mundo. Un tesoro para la familia franciscana. A lo largo de los siglos, muchos hermanos y hermanas se han postrado ante éste, implorando luz para cumplir su misión en la Iglesia.    

    En primer lugar, es un Cristo vivo, que mira, que habla e interpela a quién es capaz de contemplarlo con ternura y amor. 

   Dirijámonos a él con las mismas palabras de Francisco: 

"Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para cumplir tu santa y verdadera Voluntad"

 Mirándolo, descubrimos la figura central: Cristo. Es el personaje más importante. Destaca sobre el fondo: sólo Él, está repleto de luz. Resalta sobre los demás. Tras sus brazos y sus pies, el color negro simboliza la tumba vacía. Su cuerpo irradia claridad y viene a iluminarnos. Recordemos sus palabras: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). 


    Estamos ante un Cristo inspirado en el evangelio de san Juan. Es el Cristo Luz, sin tensiones ni dolor, está de pie sobre la Cruz. No pende de ella. Su cabeza no está tocada con una corona de espinas; sino que lleva una corona de Gloria. Nos hallamos al otro lado de la realidad histórica, de la corona de espinas que existió algunas horas y de los sufrimientos que le valieron la corona de Gloria. 



    Mirándole, pensamos en su muerte y sus dolores: la sangre, los clavos, la llaga del costado; y, sin embargo, estamos allende la muerte. Contemplamos al Cristo glorioso, viviente. ¿No nos recuerda que todos nuestros sufrimientos, un día, serán transformados en gloria? Cristo denota también donación, abandono confiado en el Padre. Dice en el evangelio de Juan: «Yo doy mi vida. Nadie me la quita; Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 10,17-18; 15,13).  

     He aquí al Cristo que se entrega. Parece ofrecerse ¿No nos invita a seguir sus huellas, a entregarnos nosotros también, a dar la propia vida? Es también un Cristo que acoge al mundo.



 Tiene sus brazos extendidos, como queriendo abrazarlo. Sus manos están también abiertas hacia arriba, invitándonos a mirar, más allá de nosotros, en dirección al cielo. ¿No están abiertas también para ayudarnos, para sostener nuestros pasos y levantarnos tras nuestras caídas? 

    El rostro de Cristo El rostro de Cristo es un rostro sereno, sosegado. En el mundo de la Gloria, ya no hace falta la palabra. Basta con ver, con mirar, con amar. Tiene los ojos muy abiertos. Miran a través nuestro a todos los hombres y mujeres. Su mirada envuelve a quienes están cerca y le contemplan. Estamos ante Cristo viviente, lleno de serenidad y de gloria. 




 

    La parte superior del icono por encima de la cabeza de Cristo hay una inscripción sobre una línea roja y otra negra, con las palabras: «Jesús Nazareno, el Rey de los judíos». Este texto nos remite al evangelio de Juan. Los otros evangelistas dicen: «Jesús, el Rey de los judíos». Nazareno es el recuerdo de la vida pobre, escondida y laboriosa de Jesús. Jesús trabajó con sus manos. El que está en la gloria, el que es toda Luz, pasó por la pobreza de Nazaret, por el trabajo humano. 

 

    Encima, en el círculo, el Cristo de la Ascensión. Abandona el sepulcro, representado en la oscuridad que cerca al círculo. Va hacia el Padre. El círculo, es símbolo de perfección, de plenitud. Pero la perfección y plenitud humanas no pueden abarcar a Cristo. Cristo rebasa toda plenitud. Por eso está su rostro por encima del círculo. El semicírculo del ápice de la cruz Este círculo simboliza al Padre.  

  El Padre, conocido por lo que Cristo nos ha revelado de Él, sigue siendo, como dice Francisco, el incognoscible, el insondable. Por eso vemos sólo un semicírculo, la otra mitad, nadie la conoce. Es el misterio de Dios, incomprensible para nosotros hoy. 

   En el semicírculo, la mano del Padre que envía a su Hijo al mundo y, a la vez, lo recibe en la gloria. Los brazos de la cruz Bajo cada mano y antebrazo de Cristo hay dos ángeles. La sangre de las llagas se derrama por el brazo sobre los personajes situados más abajo. Todos son salvados. 



   En los extremos de los brazos de la cruz, dos personajes parecen llegar. Señalan con la mano el sepulcro vacío, simbolizado por la oscuridad de detrás de los brazos de Cristo: ¿No serán las mujeres que llegan al sepulcro y a quienes los dos ángeles les muestran a Cristo Glorioso? 




    A los lados de Cristo A la derecha de Cristo están María y Juan. Juan está al lado mismo de Cristo, como en la Cena. María, grave el rostro, está serena: ningún rastro exagerado de dolor; es la serenidad de la creyente que espera confiada al pie de la cruz. Acerca su mano izquierda al mentón. Este gesto significa dolor, asombro, reflexión. Con la mano derecha señala a Cristo. Juan hace el mismo gesto y mira a María preguntándole el sentido de los hechos. ¿No entendió así Francisco el cometido de María? ¿Y nosotros le reconocemos a María su verdadero papel de enseñarnos a conocer a Cristo? 

   


Al flanco izquierdo de Cristo hay tres personajes: dos mujeres y un hombre. María Magdalena y María, la madre de Santiago: las dos mujeres que llegaron primero al sepulcro. Con la mano izquierda en el mentón, María Magdalena manifiesta su dolor, en tanto que la otra María, le apunta con la mano a Jesús resucitado, invitándola a no encerrarse en su sufrimiento. Junto a las dos mujeres, el centurión romano que estuvo frente a Cristo y, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 14,39). Es el modelo de todos los creyentes. Por encima del hombro izquierdo del centurión romano, una cabeza pequeñita, y detrás, como un eco, otras cabezas. ¿No será la multitud, todos los creyentes que venimos a contemplar a Cristo para entrar en su misterio y reavivar nuestra fe? A los pies de María, un soldado. Mira y sostiene en la mano la lanza que le abrió el costado. 



    A los pies de Cristo En el pie de la cruz, hay dos personajes: Pedro, con una llave, y Pablo. La sangre de las llagas se difunde sobre ellos y los purifica. Sobre Pedro, a media altura frente a la pierna izquierda de Cristo, un gallo en actitud desafiante. Evoca la negación, la de Pedro y las nuestras. Es el símbolo, igualmente, del alba nueva. Saluda con su canto los primeros rayos del sol y nos invita a todos a salir del sueño para adentrarnos en la luz de Jesús resucitado.
 

 


 

    El Cristo de San Damián, contiene una asombrosa densidad teológica. En él encontramos la evocación del Misterio Trinitario y la plenitud de Cristo, encarnado, muerto y resucitado. Unido a los suyos en el cielo por la Ascensión, sigue permanentemente vuelto hacia nosotros. Su Misión es salvarnos a todos. 

    Estamos ante el Misterio Pascual total. Cristo no está solo sobre la cruz. Está en medio de un pueblo, simbolizado en los personajes que lo rodean y atestiguan su resurrección. 

    Hoy, también, sigue vivo en medio de su Iglesia. Invita, a quienes le contemplamos, a ser sus testigos.  

(Texto recuperado de:  https://www.castillodelmonoosorio.com/salones/imagenes_salones/documentos/cristo_st_damian.pdf)

 

 Ante este ícono Francisco pregunta y se pregunta a modo de discernimiento: "¿Señor, que debo hacer?, te ofrezco a continuación esta pequeña reflexión para que te ayude a contestarte esta pregunta que todos en algún momento de nuestra vida nos hacemos.

 

 





LA DEVOCIÓN AL NIÑO JESÚS
 


Desde los comienzos del cristianismo encontramos obras que aluden al nacimiento de Cristo, en las que su madre María, aparece recostada en el pesebre, amantando al niño, o que, sentada  mientras lo muestra para la adoración de pastores y magos.

  Algunas, con la presencia de la mula y el buey, animales no mencionados en los evangelios, pero con un alto grado simbólico porque el buey por ser animal de carga representa al pueblo judío que ha cargado con el yugo de la ley, y la mula por ser considerado animal impuro en representación de los pueblos no judíos y en este caso ambos pueblos reconocen en el recién nacido al niño Dios como Salvador.

La representación plástica de la devoción al Niño Jesús, como la maternidad de su Madre Virgen, cobra popularidad en el siglo XII, con Francisco de Asís, que, enamorado de Jesús, quiere contemplarlo en la vulnerabilidad de su humanidad, en su abajamiento, despojo y pobreza, al recrear la imagen evangélica de su nacimiento, en la ciudad de Greccio, un 25 de diciembre de 1223, con personajes vivos para contemplar el misterio del Dios hecho hombre por amor al hombre, y es traída a América por los misioneros franciscanos.

Francisco de Asís, realizó una gran obra de evangelización con la simplicidad de aquel signo, supo reconocer que todo en su vida era un don gratuito del amor de Dios, Él no sólo recibió los dones divinos, sino que también eligió entregarlos, por lo que hoy, 800 años después, celebramos como Familia Franciscana esta invitación a vivir según la lógica del amor acogido, que se convierte en ofrenda y restitución.

De modo particular, el pesebre es una invitación a “sentir”, a “tocar” la pobreza que el Hijo de Dios eligió para sí mismo en su encarnación, e implícitamente una llamada a seguirlo en el camino de la humildad, de la pobreza, del despojo, que desde la gruta de Belén conduce hasta la Cruz.
Es una llamada a encontrarlo y servirlo con misericordia en los hermanos y hermanas más necesitados.

La devoción al Niño Dios, relaciona este culto con el cuidado de los niños, la contención de sus emociones infantiles, en el contexto familiar, por tanto rápidamente proliferan las celebraciones destinadas a honrar al Niño Dios.

Se le considera un mediador entre los hombres y Dios Padre. Su imagen infantil ofrece una visión más cercana de la divinidad, su ternura, dulzura e inocencia invitan a acercarse a él con confianza.

Los fanales

El fanal es una pieza de origen colonial que consiste en una imagen tallada en madera policromada que representa al Niño Dios, estas imágenes las encontramos en diferentes posturas y, generalmente, acompañadas de pequeñas figurillas y elementos ornamentales dispuestos sobre una base de madera.

El conjunto está recubierto por una campana de vidrio soplado. Los fanales son objetos complejos, ya que en ellos podemos advertir, a parte de la figura central, un sinnúmero de elementos que otorgan una puesta en escena a la imagen del Niño Dios.

En la escuela Quiteña, se elaboraron en los siglos XVIII y XIX, de la que proceden la mayoría de sus figuras, utilizadas  como piezas devocionales.

La cúpula de vidrio, en  el fanal, es de fecha posterior, se importaba desde Francia y España durante el siglo XIX, junto con los variados elementos y figurillas se iban incorporando a lo largo del tiempo. Objetos de diversos materiales (piedra, cera, metales preciosos como el oro ola plata, nácar o cerámica).

Así se agregan flores que envuelven al Niño, joyas, crucifijos, meda­llas, estampas coloreadas, pájaros de cristal de Murano, juguetes de porcelana, etc. que refieren a prácticas íntimas y cotidianas con la imagen del Niño.

La cúpula de vidrio, demás de proteger la figura del Niño Jesús, contribuye, a configurar una especial división del espacio, "remarcando el adentro y el afuera, claramente.
Nos indica que los dos espacios son diferentes en sus valores: uno sagrado (adentro) y el otro profano (afuera).

Estas escul­turas contenidas en fanales, forman una unidad indisoluble junto a los elementos ofrendados, producto de acciones votivas y devocionales, se las denomina: figuras isabelinas: miniaturas de porcelana).
 las imágenes del Niño Dios despertaron en el nuevo mundo la piedad de grupos considerados socialmente inferiores: mujeres, niños, esclavos, negros e indios.

Dentro de la imaginería del Niño Jesús, existen diversas tipologías que prefiguran aspectos de su vida o bien, muestran un aspecto más cotidiano y humanizado, como el Niño de Belén, otras coronado como Rey, con los signos de la Pa­sión, como Maestro, como Juez, etc., se lo representa recostado destacando su humanidad, despiertos o dormidos, en pequeñas camas o cunas.

La primera noticia del culto al Niño Dios en la ciudad de Córdoba del Tucumán, Argentina, procede de la orden de la Compañía de Jesús. En 1600 se asienta en su iglesia matriz la Cofradía urbana indígena bajo el patronazgo del Niño Jesús.

El estableci­miento de cofradías de indios, mulatos o negros bajo el patronazgo del Niño en iglesias americanas era una práctica habitual de la orden.
Mediante la ima­gen de Cristo Niño la orden buscaba promover una identificación empática de este grupo social, la imagen del divino infante por su fragilidad y necesidad de amparo despertando un sentimiento piadoso en estos grupos.

La identificación con la imagen del Niño, despertaba en las mujeres sentimientos de maternal protección, en los niños la cercanía del Dios niño, en los negros, los esclavos y los indios la humildad y desprotección y pobreza, que compartirían con el hijo de Dios ya que había nacido pobre como ellos.

La elaboración de fanales de tradición andaluza fue introducida en Córdoba a partir de 1612 con la fundación del convento de Santa Catalina. Estas labores eran parte de la formación de las monjas, como prácticas que buscaban fortalecer la templanza y las virtudes del género en función de propiciar la elevación espiritual mediante la vida en comunidad.
 

Un modelo humano de divinidad que podían venerar cotidianamente en la clausura volcando sus sentimientos maternales sublimados. Mientras que para las niñas educandas esta imagen habría formado parte de su pedagogía en tanto modelo ejemplificador de las conductas maternales y femeninas.

 

BIBLIOGRAFIA

http://www.memoriachilena.gob.cl/602/w3-article-321249.html

 






 

 

 

 

 


 


ESPIRITUALIDAD TRANSITIANA

                                                                                                              LA DEVOCIÓN AL SAGRADO CORAZÓN...